Saltar la navegación

9.3. Evocaciones literarias

Para finalizar nuestro recorrido con las evocaciones literarias, nos detendremos en la Plaza de la Corredera, rincón centenario del devenir de la ciudad. Existen numerosas referencias en las obras de autores cordobeses, españoles y extranjeros. Efectuaremos una selección de estas evidencias literarias del sentir que produjo en sus autores esta plaza de funcionalidades diversas. Son en muchos casos descripciones y opiniones que nos permitirán elevar nuestro discernimiento para profundizar en las emociones que ocasionó.

La Corredera hacia 1600, según Ricardo Molina

Ricardo Molina recrea con acierto el aspecto de la plaza en torno a 1600, cuando ya estaba conformada pero no había adquirido la estructura definitiva:

«El aspecto de la plaza hacia 1600 era muy distinto del actual. Su planta, como de viejo rastro surgido al azar, sin arreglo a plan urbano alguno, era asimétrica e irregular. Sabemos que el lado oriental incluía dos curvas muy acusadas y el acceso a la actual Espartería debió de ser un bache o depresión formada por las aguas, a juzgar por el nombre popular con que era conocido. Los edificios no estaban alineados [...].

Para evocar la vieja plaza del año 1600, imaginemos que entramos en ella por la calle Rodríguez Marín [Espartería]. En vez del Arco actual, lo que encontramos es aquel bache al que aludimos hace poco, llamado popularmente el Gollizno. Hacia la derecha, pasamos ante el lado occidental [...] constituido por una hilera de casas que hacían dos curvas conocidas por [...] La Panza y El Codillo. Dichas casas tenían balcones de madera sobre soportales, cuyas columnas eran de madera también. Con ellas formaban rincón las llamadas Casas de doña María Jacinta, que aún perviven…En el lado meridional y a continuación de ellas, alzábase desde 1583 la Cárcel Nueva…

Seguía el Pósito [...] cuya fachada constaba de columnata y cornisa de mármol negro, sobre la que corría una galería con catorce ajimeces mudéjares, divididos por columnitas de alabastro y con labrados antepechos de afiligranada labor, cuyos pedestales lucían escudos de Córdoba y de Castilla en heráldica alternativa. Estaba luego, el desaparecido Mesón de la Romana [...]. El [lado] oriental iniciábase con [...] el Hospital e Iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, [...] avanzando pronunciadamente sobre la plaza [...]. Entre la calleja del Toril y el actual lado septentrional, alzábanse varias viviendas particulares, una de ellas del verdugo [...].

MOLINA, R. (1962): Córdoba en sus plazas, Ayuntamiento de Córdoba, págs. 16-17, recogido en LÓPEZ ONTIVEROS, A.; NARANJO RAMÍREZ, J. (2011): Representación simbólica e imagen urbana de la Plaza de «La Corredera» (Córdoba) a lo largo de su historia, Boletín de la Asociación de Geógrafos Españoles, nº 55, pág. 346.

La Corredera en el Diablo Cojuelo

Antes de la gran reforma de 1683, parece que no existe una imagen urbana nítida de la Plaza, aunque venía desempeñando funciones importantes para la ciudad. Así se percibe en el Tranco VII de El Diablo Cojuelo (1641), que se inicia con los protagonistas entrando desde los aires a la ciudad; las referencias a la plaza denotan su finalidad festiva ya en la primera mitad del XVII:

(…) y entrando por el Campo de la Verdad (...) a tiempo que se celebraban fiestas de toros (...) y juego de cañas, acto positivo que más excelentemente ejecutan los caballeros de aquella ciudad, y tomando posada en el mesón de las Rejas, que estaba lleno de forasteros que habían concurrido a esta celebridad, se apercibieron para ir a vellas (...); y llegando a la Corredera, que es plaza donde siempre se hacen estas festividades, se pusieron a ver un juego de esgrima que estaba en medio del concurso de la gente, que en estas ocasiones suele siempre en aquella provincia preceder a las fiestas.

Recogido en LÓPEZ ONTIVEROS, A.; NARANJO RAMÍREZ, J. (2011): Representación simbólica e imagen urbana de la Plaza de «La Corredera» (Córdoba) a lo largo de su historia, Boletín de la Asociación de Geógrafos Españoles, nº 55, pág. 345.

La Corredera, según Cosme de Médici

Para 1668 disponemos también de la descripción de Cosme de Médicis, que describe el aspecto que ofrecía la Plaza en un día de espectáculo:

«Casi todas las fachadas de la construcción sobresalen hacia fuera con terracillas de madera, la mayor parte con tres y algunas con cuatro planos, por lo que cuando se hacen las fiestas y se agregan alrededor las escalinatas de madera, todo el aspecto de la Plaza es como el de un gran teatro de abajo a arriba. Añade hermosura a este teatro la variedad de adornos, estando todas las terracillas, tanto por dentro como por fuera, decoradas ricamente con telas de varios colores, sin dejar desnudas las pilastras que las sostienen. En el centro de uno de los cuadros mayores hay un edificio muy bueno, en el cual está la cárcel. Junto a éste está la casa en la que tiene su lugar acotado el Corregidor y los veinticuatro regidores de la ciudad, detrás de los cuales se hizo lugar para los gentilhombres de S.A. y del Alférez Mayor. En el fondo de la Plaza está el Toril, cerrado por una puerta de madera.» 

Recogido en LÓPEZ ONTIVEROS, A.; NARANJO RAMÍREZ, J. (2011): Representación simbólica e imagen urbana de la Plaza de «La Corredera» (Córdoba) a lo largo de su historia, Boletín de la Asociación de Geógrafos Españoles, nº 55, pág. 345.

El libertino Clemente de Cáceres y el título del Socorro

Muchos, y entre ellos el escritor D. Rafael de Vida, fundan el origen del título Socorro, en una tradición de padres á hijos referida, y en verdad, es estraño, que llamándose la Virgen de los Angeles, y á la misma dedicarle tanto culto, empiecen á darle el otro título, sin motivo justificado. Tampoco diremos que lo está con lo que vamos á referir.

Corrían los primeros años del siglo XVI, tiempos de aventuras para los jóvenes cordobeses, según las muchas tradiciones llegadas á nosotros. Entre aquellos, distinguíase D. Clemente de Cáceres, de vida novelesca y relajada, entregado á continuos amoríos, sin respeto á la amistad, y arrollando cuanto se oponía al logro de sus deseos. No faltábanle amigos; mas su número era insignificante, comparado con las personas ofendidas por sus liviandades, que profesándole el odio mas encarnizado, aguardaban ocasión de vengar en él las ofensas que les habia causado. Según hemos dicho, la antigua capilla del hospital de los Angeles, tenía arcos á la Corredera; por ellos reflejaba la tenue luz de sus vacilantes lámparas, haciendo destacar en la oscuridad de la plaza, la pasagera sombra de los pocos trasnochadores que por allí transitaban. Uno de ellos era D. Clemente de Cáceres, que en dirección á la calleja del Toril, se descubría á la vista del templo, sintiendo en el corazón el peso abrumador de su conciencia. ¡Cuántas noches fijó sus ojos en el rostro angelical de aquella imagen, y cuántas creyó que lo llamaba á sí para apartarlo de sus liviandades! ¡Cuántas veces, también, conociendo sus estravíos, prometía ser aquella la última noche á ellos entregado; mas, con qué facilidad olvidaba estas promesas!

Las dos habia dado el reloj de la ciudad, cuando una noche, al llegar D. Clemente en su regreso á la calleja del Toril, por la plazuela de los Cedaceros, oyó un silbido estraño, presagio de alguna funesta aventura. Los hombres de su temple, no se arredran ante el peligro, y primero sucumben que dar una muestra de cobardía. El tiempo estaba sereno, la luna dejaba divisar los bultos, y bien pronto vio dos hombres á su espalda y otros dos que entraban por el lado opuesto: dio la vuelta hacia la Corredera, y otros cuatro hombres cerraban la salida: eran ocho los que acechaban al valiente joven, que sacando su espada, se dispuso, á vender su vida lo mas caro posible: ocho aceros se preparaban á hundir sus puntas en su pecho: entonces, apoyó su espalda en una puerta que caia á la ermita de los Angeles, y viendo su muerte segura, gritó, acordándose de la imagen: «Madre mia, ven en mi socorro» en esto, cayó desmayado dentro de la iglesia, cerrándose la portezuela, en la que se clavaron las ocho espadas de sus contrarios. El libertino joven D. Clemente de Cáceres, cambió su licenciosa vida por la del hombre honrado, y á poco, lo vemos aparecer como uno de los mas fervorosos cofrades de la hermandad de Ntra. Sra. del Socorro y Benditas Animas, de que se cree ser uno de los fundadores.

RAMÍREZ DE ARRELLANO Y GUTIÉRREZ, T. (2001): Paseo Quinto. Barrio de SantiagoPaseos por Córdoba, o sean apuntes para su historia. Tomo 1, (prólogo de Miguel Salcedo Hierro), Diario Córdoba, Córdoba, pág. 270.

La Corredera, según Byrne

«Al pasear por las curiosas calles de la parte más antigua de la ciudad, repentinamente nos encontramos en una plaza columnada muy espaciosa, según diseño, extensión y dimensiones, en absoluto distinta del Palacio Real, pero ¡qué contraste en cuanto a su estado y destino! Tan bonita aseada y limpia está una, como sucia, descuidada, abandonada y sin atractivo está la otra. La plaza cordobesa, con sus hermosos edificios de piedra y series de arcos, de bella construcción, es usada como una plaza de mercado y puede posiblemente destacar por el pintoresquismo y vitalidad de su mercado mañanero, brillante, concurrido, soleado; pero nuestra visita fue por la noche, después de un fuerte chaparrón y la encontramos sombría y débilmente iluminada, llena de charcos y barro, pues el pavimento estaba en extremo deteriorado; los desperdicios del mercado de la mañana aparecían dispersos en gran cantidad, así como los restos de verduras y conchas de almejas; cestos rotos, fragmentos de loza de cerámica y basura mojada dificultaban nuestros pasos; y uno o dos vendedores retrasados, con luces débiles, estaban congregados en una esquina, intentando disponer de los sobrantes de sus pobres mercancías, bajo unos paraguas rotos. Debajo de los arcos, individuos desocupados, con mujeres descuidadas, estaban holgazaneando con vestidos viejos y actitudes provocativas, y el pavimento, aunque bien proporcionado, aparecía recubierto con maderas, tales como mesas y sillas tambaleantes, usadas en los puestos del mercado; también aparecían cajas y cestos vacíos o con mercancía, otras veces pertenecientes a las tiendas repulsivas instaladas en el pórtico, pues no podían ser almacenadas dentro. Era sin duda la parte más desfavorecida de la ciudad antigua y no nos retuvo mucho más, una vez que fuimos sabedores de sus peculiaridades repulsivas.»

BYRNE, W.P. (1866): Cosas de España. Illustrative of Spain and the Spaniars as they are. London and New York, Alexander Strahan Publisher, T. II.págs. 312-313, recogido en LÓPEZ ONTIVEROS, A.; NARANJO RAMÍREZ, J. (2011): Representación simbólica e imagen urbana de la Plaza de «La Corredera» (Córdoba) a lo largo de su historia, Boletín de la Asociación de Geógrafos Españoles, nº 55, págs. 350-351.

Vida y color de la Corredera

Entró en la Corredera por el Arco Alto. Presentaba: desde allá la plaza un aspecto gracioso y pintoresco. Era como un puerto lleno de velas amarillas y blancas, agitadas por el aire, resplandecientes de luz, que llenaban toda la extensión de la plaza. En los soportales, obscuros y sombríos, en tenderetes y puestos, se amontonaban una porción de cosas negras.

Quintín echó a andar por el centro de la plaza. Había puestos fijos, como barracas grandes, donde se vendían granos y legumbres; había otros movibles, como grandes paraguas, con un largo mástil, de las verduleras y los vendedores de fruta. Otros puestos, más sencillos, eran anchas mesas sin toldo, sobre las cuales se amontonaban las nueces y las avellanas; otros, más sencillos aún, estaban en el suelo, sobre el mostrador de piedra, según una frase de los vendedores ambulantes.

Plaza de la Corredera, 1869 Ca. Frank Mason Good.

Abandonó Quintín el centro de la plaza y entró en los soportales, decidido a no dejar prendería ni baratillo sin revolver. No había debajo de los arcos rinconada sin puesto ni columna sin tenderete al pie. En el fondo de los porches aparecían los portalones de las posadas, con sus patios clásicos y sus nombres castizos, como la posada de la Puya, la del Toro… Las alpargaterías ostentaban como enseña sus ruedos de pleita; los establecimientos de bebidas, sus anaqueles llenos de botellas de colores; las tiendas de los talabarteros, sus jáquimas, cinchas y ataharres; las triperías, las vejigas y cedazos hechos de piel de burro de Lucena. Aquí, un tejedor de caña iba construyendo cestas; allá, un baratillero ponía en montón unos cuantos libros grasientos, y cerca, una vieja estantigua sacaba del fondo de una sartén una rodaja de merluza y la ponía sobre una lámina de hoja de lata.

Las aceras estaban ocupadas; un vendedor de Andújar se paseaba delante de sus fuentes y platos, tinajones y botijos verdes, puestos en cuadro» en el suelo; una vieja campesina vendía mantas de yesca para los fumadores; un hombre de gorra exhibía petacas y peinetas en una mesa de tijera.

En cada columna había un amolador con su máquina, un bonetero con sus gorros en una gran cesta, un churrero con su caldera, un zapatero con su banco y sus pieles cortadas y su jofaina para humedecerlas. Había las notas alegres, que las daban las medias y los pañuelos de colores chillones, y las notas siniestras: unas cuantas filas de navajas de distintos tamaños sujetas a una pared, en cuyas hojas se leían letreros tan sugestivos como aquel que dice: Si esta víbora te pica, no hay remedio en la botica. O esa otra leyenda, lacónica de fidelidad, escrita debajo de un corazón grabado en el acero: Soy de mi dueño y señor.

Quintín, después de mirar y revolver en todos los baratillos y prenderías de la plaza, no dio con la cajita. Algo mareado por el sol y los gritos, se  detuvo un momento y se apoyó en una columna. Era una algarabía de pregones, de voces, de canticos, de mil ruidos. Los beloneros de Lucena pasaban repiqueteando un belón contra otro; los sarteneros iban dando con un martillo en un hierro, con un compás extraño; los amoladores silbaban en su flauta. El vendedor de plantas medicinales lanzaba un grito melancólico; el piñonero gritaba como un descosido: ¡Muchachos, llorad, por pinas!

Había pregones lánguidos y tristes, otros rápidos y desesperados. Algunos vendedores se dedicaban al humorismo, como el barquillero que comenzaba diciendo: ¡A los barquillitos, que del Puerto vinieron!, y luego en su relación barajaba una porción de dichos y refranes; otros industriales daban la nota científica, como un vendedor de galápagos, que llevaba sus animalitos atados por una cuerda, arrastrándolos por el suelo, y los anunciaba diciendo con voz aguardentosa: ¡Pollitos de la mar!

Toda esta turbamulta de vendedores, de aldeanos, de mujeres, de chiquillos desnudos de mendigos, charlaba, gritaba, reía, gesticulaba; iba por el Arco Alto a la Espartería, en donde los hortelanos del Ruedo aguardaban a los aperadores para contratarse; entraba en la plaza de las Cañas, y mientras la multitud se agitaba, el sol de invierno, amarillo, brillante como el oro, caía y reverberaba en los toldos blancos.

Pío Baroja: La feria de los discretos, Francisco Beltrán. Librería Española y Extranjera, Madrid, 1905, págs. 158-161.

La Plaza de la Corredera a comienzos del siglo XX

Pocos lugares de Córdoba evocan los recuerdos del pasado con tanta intensidad como la plaza de la Corredera.

Ese extenso paraje, rodeado de antiguas y simétricas construcciones que perdieron parte de su armonía á causa de dos formidables incendios, con sus arcadas y soportales, con sus balcones corridos, con sus ventanas casi cuadradas, habla al espíritu observador de otras épocas llenas de poesía y tiene un dulce encanto para el enamorado de la historia.

Allí, con poco esfuerzo, la imaginación compone los cuadros de los torneos, en que héroes como el Gran Capitán, don Alonso de Aguilar y otros muchos demostraban que eran tan diestros en las justas, disputándose el premio por su dama, como en la guerra luchando con ardimiento por su Dios y por su Rey; vé el acto solemne de la proclamación de Felipe V; asiste á la jura de banderas por nuestros bizarros ejércitos y se regocija con las funciones de fuegos artificiales en honor de los Soberanos y con aquellas interminables fiestas de toros, que duraban casi todo un día, en las que hicieron gala de su valor y destreza Montes, Pedro Romero, Cuchares, Panchón, el Chiclanero y otros diestros de la antigüedad quienes mataban seis toros de ocho años en cada corrida lidiábanse doce ó dieciseis por la exigua cantidad de doscientos reales, según consta en algunas cuentas que se conservan en nuestros archivos.

Y la fantasía nos traslada al primitivo mercado de los jueves, fundado por Real cédula de Carlos V en el año 1526, al que concurrían casi todos los cosarios de la provincia y en el que asediaba al comprador, para llevarle las cestas ó los fardos á cambio de unos cuantos maravedises, una verdadera turba de muchachos vagabundos, envueltos en sus mantas, por lo que el pueblo llamábales manteses ó mantesones, palabra genuinamente cordobesa, con la cual aún se designa á la gente perdida y de malas costumbres.

Y después, ya en nuestros tiempos, recordamos el mercado al aire libre de hace pocos años, que en periodos de lluvia, con sus enormes sombrajos de lona, semejaba un campamento, y rememoramos con tristeza los días de nuestra infancia ya remota en que, al aproximarse la Navidad, íbamos á la Corredera para solazarnos con la contemplación de los puestos de zambombas, panderetas y toscas figurillas de barro y para adquirir el misterio y los pastores que habían de constituir el Nacimiento, uno de los sueños dorados de la niñez venturosa.

En la plaza y en sus alrededores por la época á que nos referimos, había establecimientos é industrias que lograron merecida fama y popularidad; la fábrica de sombreros de aquel gran filántropo que se llamó don José Sánchez Peña, montada en vetusto edificio que fué prisión en tiempos remotos; la primitiva tienda de quincalla de Córdoba, denominada Fábrica de cristal, porque su laborioso fundador empezó vendiendo objetos de vidrio y de hojalata que el mismo construía; los talleres de los esparteros, instalados exclusivamente en estos lugares y que dieron nombre á la calle Espartería; los clásicos mesones que evocaban el recuerdo de siglos pasados; los bodegones con sus mesas llenas de mal oliente bazofia; los puestos de loza basta y de jarras y botijos de La Rambla; el escritorio ambulante del memorialista; las mesillas de los zapateros remendones y de las chindas, nombre con que solo en nuestra capital se designa á las vendedoras de los despojos de reses.

En el Arco bajo las prenderías y los baratillos, manifestación pública de la miseria y recipientes de toda clase de gérmenes morbosos; más allá la renombrada pastelería del Socorro; pasando el Arco alto las tiendas de tejidos baratos y de ropas hechas para la clase pobre, con sus fachadas llenas de bombachos, blusas, alpargatas, prendas interiores y gorras de quinto; los tenderetes de los vendedores de relaciones y romances que los extendían en las aceras y los colgaban en cuerdas sujetas con clavos á las paredes; en la calle Ayuntamiento las banastas llenas de flores, que semejaban trozos arrancados á los huertos cordobeses ó á nuestra incomparable Sierra; en la plaza del Salvador los almacenes de calzado de recio cordobán, con sus zapateros de relucientes calvas, entre los que sobresalía el maestro Tena, un hombre casi analfabeto, no obstante lo cual era un prodigio como numismático, y en todas aquellas inmediaciones las clásicas tabernas con su sello especial que las distinguía de todas las del resto de España.

A aumentar la animación propia de la Corredera en las horas de mercado, en que la invadían ancianas despenseras, frescas mozas y hombres chapados á la antigua, ocultando el canasto para la compra bajo la capa hasta en el mes de Agosto, contribuían y contribuyen los trabajadores del campo que por las mañanas congréganse en la plaza del Salvador y en Sus contornos, donde se conciertan los ajustes con los amos y se arreglan las viajadas.

Y por todos los lugares indicados desfilaban los tipos más característicos de nuestra ciudad: el vendedor de El Cencerro, periódico que le arrebataba el pueblo en la época de la revolución, pues no había cortijada donde no se leyese de sobremesa; Antonet con su guitarra y sus canciones; Castillo, el expendedor ambulante de específicos, que tan pronto se presentaba en lo alto de su mesilla con bata y gorro griego como vestido de hebreo ó de moro; el tonto Miguelinzo con su acordeón; Torrezno, el mendigo idiota, confidente de Zugasti durante su campaña contra el bandolerismo andaluz, y otros muchos que podríamos enumerar.

Y en tiempos de agitaciones políticas aparecía también en tales sitios, arengando á las masas con voz retumbante, don Francisco Leiva, aquel infatigable orador republicano de contestura atlética que tomó parte como voluntario en la celebre batalla de Alcolea y después escribió la obra más completa que se ha publicado relativa á tal episodio de nuestra historia.

Dominando el ruido ensordecedor de los pregones, de los cantares, de la charla, de los carros, la campana de la iglesia de San Pablo llamaba á los fieles, y vendedores y compradores, todo el pueblo, siempre católico, muchas mujeres cubriéndose la cabeza con el delantal ó con el pañuelo de mano á falta de mejores tocas, acudían al templo para oir la primera Misa al padre Cordobita, aquel respetable anciano, verdadero manojo de nervios, que llegó á ser una institución en nuestra capital.

Y no había jóvenes que después de pasar la noche de serenata ó de fiesta, al retirarse á sus casas, dejaran de visitar la Corredera, así como de ir en busca de Navas, el guarda particular de la calle Almonas, arsenal ambulante de toda clase de armas, para darle una broma pesada ó recordarle la ocasión en que le hicieron creer que hablaba por teléfono con su padre, muerto hacía muchos años.

Fiesta memorable para el vecindario de la plaza era la procesión de la Virgen del Socorro.

Pocos actos religiosos han inspirado en Córdoba el entusiasmo que aquel.

La noche en que se celebraba ofrecía la Corredera un golpe de vista hermoso.

Ocupábala una inmensa muchedumbre, compuesta en su mayoría por gente del pueblo; los innumerables balcones y ventanas que le imprimen un sello característico, casi todos engalanados con pintorescas colgaduras, hallábanse repletos de hermosas mujeres que cubrían sus bustos con el airoso mantón de Manila y ostentaban entre el cabello un diluvio de flores.

El alegre repique de las campanas, el incesante estallido de los cohetes, anunciaban la llegada de la procesión; á poco el Arco bajo inundábase de luz, aparecía en el la imagen venerada, y aquella multitud, ebria de gozo, de fervor, prorrumpía en delirantes, vítores, que no cesaban un momento hasta mucho después de haberse alejado la comitiva.

Desde la torre de la fábrica de sombreros de Sánchez Peña enfocaban á la Virgen con una luz eléctrica, que por ser entonces poco conocida llamaba extraordinariamente la atención de las personas sencillas, y la efigie, bañada en resplandores, recorría magestuosa la plaza y parecía que entre sus labios carmíneos vagaba una sonrisa de satisfacción, la sonrisa con que la madre acoge las caricias y los halagos de sus hijos.

Después había fuegos artificiales, cucañas, bailes, rifas y otras diversiones y algunos años se completó el programa con un espectáculo sensacional: los arriesgados ejercicios del celebre funámbulo Blondin que atravesaba la plaza sobre una maroma, sujeta á los balcones más altos, llevando, para que le viesen bien, dos grandes antorchas en los extremos de su balancín.

Hoy todo esto ha desaparecido, y la Corredera, con la construcción del Mercado en su centro, ha perdido el carácter primitivo, dejando de ser una de las plazas más pintorescas de España.

Pero el progreso se impone y en aras de él hay que sacrificar todo, lo que significa tradición, aunque nos cueste gran trabajo y nos produzca honda pena á cuantos hemos pasado ya los linderos de la juventud.

MONTIS ROMERO. R. DE (1989): «La Plaza de la Corredera», 1911, Notas cordobesas (Recuerdos del pasado). Córdoba, Publicaciones del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba, Tomo 1, pp. 7-13.

La Corredera en palabras de Ricardo Molina

Ricardo Molina, poeta del Grupo Cántico que, en la primera de sus obras citadas, en la tarea de enlazar la Córdoba esencial con el maestro del culteranismo Góngora, describe así la Corredera:

«Plaza multitudinaria, revela su función de colmena en la triple hilera de alvéolos o balcones que agujerean su áurea superficie austriaca, y también en el bullicioso ajetreo matinal, bajo los portales inquietantes, en las vetustas posadas y casas de comidas (Mesones del Toro, de San Antonio, de la Paloma ...), con sus denominaciones zoológicas o hagiográficas, y" su fauna diversa de mercaderes, artesanos, vendedores. Plaza extrovertida, hecha para multitudes festivas, mercantiles, religiosas, patrióticas. Plaza batida para ambulantes zocos, para artísticos autos de fe, para fervorosas corridas de toros y gallardos juegos de cañas, para solemnes recibimientos reales y espectaculares procesiones.

Plaza centrípeta, solar y topada; remolino imanado de las gentes; ávido rectángulo teatral; risueño espejo inmenso de castizas picardías; geometría y arquitectura del espectáculo.

La Corredera es la única plaza cordobesa no surgida al azar. Representa la alta escuela española del siglo XVI. Es hija de escuadras, cartabones, compases: es matemática, orden, absolutismo».

MOLINA, R (1962), Córdoba gongorina. Córdoba, Excmo. Ayuntamiento, recogido en LÓPEZ ONTIVEROS, A.; NARANJO RAMÍREZ, J. (2011): Representación simbólica e imagen urbana de la Plaza de «La Corredera» (Córdoba) a lo largo de su historiaBoletín de la Asociación de Geógrafos Españoles, nº 55, págs. 363.

Plaza de la Corredera

Gallarda castellana de corazón andaluz en un entorno de evocadores nombres. Calleja del Toril y de los Odreros, Rincón del Verdugo, plazuelas del Juramento, Las Cañas y Cedaceros, La Paja o de la devoción del Socorro, entre aromas a madera nueva de pino, a taberna, tahona, ultramarinos y carnaval.

La Corredera y su atrio, desde la calle de los antiguos esparteros, en el rincón del Arco Bajo, el del vino, la cerveza y la charla, bajo los soportales de una plaza, calificada tantas veces como la más hermosa de Andalucía; la de las “tiendas de los alabarteros, sus jáquimas, cinchas y atahares” que contara Pío Baroja. La Grande, la Mayor, abriéndose a las pupilas como una postal viva de escenarios superpuestos entre la sobriedad del siglo XVII y el progreso de un milenio a estreno; la que escribió su historia con lances de tauromaquia, ceniza de hogueras, réquiem de ejecución pública y trances de poder. La "corredera" porticada o el sitio de los espectáculos de más concurrencia: de juegos de cintas y cañas, corridas de toros, concursos y espectáculos de masas: tal vez el Rastro Viejo de ganado para los vecinos andalusíes de la Ajerquía, al que apunta el paseante Ramírez de Arellano. El lugar del que se tiene noticia de un pilar, desde 1367, con un abrevadero que Pedro el Cruel quiso llenar con los pechos de las cordobesas que habían defendido tenazmente la ciudad desde las murallas del Alcázar Viejo.

Sobre los mosaicos romanos, guardados como nirvana en su vientre hasta 1959, hubo un espacio de suelo irregular y edificios desiguales que quiso mejorar el Corregidor Ronquillo Briceño, a finales de 1600. Así le crecieron los soportales y las plantas de balconadas corridas; así se le imprime su impronta típicamente castellana, alcanzada por la estética del Barroco. Cuatro años duró la primera obra, quedando exentas las casas de Doña Jacinta y el Mercado, entonces Casa del Corregidor y de finales del XVII data su configuración actual.

La Plaza Grande de tenderetes ambulantes, que estuvo cubierta por el Modernismo con estructuras y estética de Eiffel. perdió con el principio del milenio el vocerío de mujeres morenas con zarcillos de corales y mandiles blancos que ponían sonidos y colores a las mañanas de finales del XX. Ganó a cambio una remodelación que repobló sus soportales con veladores y tabernas, arrancándole la soledad que la inundaba al caer la tarde y clausurando sus decimonónicos escenarios de tintes suburbiales.

Matilde Cabello, en  ALEMÁN PÁEZ, F, dir. (2015): Guía literaria de Córdoba, UCOPress, págs. 79-80.

Tienda y Herida en La Corredera

Esta tarde me lanza gusanos de brea,
la peligrosa intuición de que todo se acaba,
los obreros comen uvas en su descanso,
unos tobillos en el río,
mujeres convertidas en estatuas de sal
en el mercado de abastos,
en el bar vocifera el sábado,
en La Corredera algún pendejo
monta en bicicleta, disimula jeringuillas.
Este es el espacio para lamer tu esqueleto,
es Julio, apenas un diluvio de calor
mantiene su equilibrio,
apenas el cambio climático
se aprecia en las botellas.
Puedo ceder drásticamente
si sube la temperatura
y amaestrar mi pasión
no hay manera de perderte,
no es suficiente aparcar la herida
en el espejo de esta tienda de antigüedades.

Pilar Sanabria, en  ALEMÁN PÁEZ, F, dir. (2015): Guía literaria de Córdoba, UCOPress, págs. 80-81.

PROPUESTA FINAL. 9

En este apartado, efectuaremos una selección de poemas enfocada al objetivo de crear un itinerario interior (paisaje interno del individuo contemporáneo cordobés), un “paseo” que transite en paralelo y que complemente –en múltiples direcciones- la experiencia estética que la misma ciudad proporciona. Responda a las cuestiones libremente pensando: 

CLASES SOCIALES

Con seis años, mi padre trabajaba
de primavera a primavera.
De sol a sol cuidaba de animales.
El capataz lo ataba de una cuerda
para que no se perdiera en las zanjas,
en las ramas de olivo, en los arroyos,
en la escarcha invernal de los barrancos.
Ya cuando oscurecía, sin esfuerzo,
tiraba de él, lo regresaba níveo,
amoratado, con temblores
y ampollas en las manos,
y alguna enredadera de abandono
en las paredes quebradizas
de sus pulmones rosas
y su pequeño corazón.
En sus últimos años volvía a ser un niño:
se acordaba del frío proletario,
porque era ya substancia de sus huesos,
del aroma de salvia, del primer cine mudo
y del pan con aceite que le daban al ángelus,
en la hora de las falsas proteínas.
Pero su señorito, que era bueno,
con sus botas de piel y sus guantes de lluvia,
una vez lo llevó, en coche de caballos,
al médico. Le falla la memoria
del viaje: lo sacaron del cortijo sin pulso,
tenía más de cuarenta de fiebre
y había estado a punto de morirse,
con seis años, mi padre, de aquella pulmonía.
Con seis años, mi padre.

Isabel Pérez Montalbán: Cartas de amor de un comunista. Ed. Germania. 1999

  • ¿Qué has sentido al leer el poema?

  • ¿Cómo vincularías ese texto con el paisaje que estás observando?

  • ¿Sabes que son los paisajes interiores?