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8.3. Evocaciones literarias

El caso del malvado posadero del Potro

"Hay en esta plazuela una posada con el título del Potro, que hacen subir su existencia al siglo XIV. Cuéntase una tradición, fabulosa para nosotros, bastante novelesca y digna de fijar nuestra atención. El mesonero era un hombre de cortísima estatura, corcovado y de traidora mirada, el cual había llegado a adquirir entre sus convecinos gran fama de rico y mal intencionado.

Una noche de esas que infunden más pavor por el ruido que arman los vendavales al estrellar contra las puertas y ventanas el agua que cae a torrentes sobre los campos y ciudades, llamaron a la puerta del mesón del Potro, y a la opaca y vacilante luz del farolillo que pendía de la callosa mano de aquel hombrecillo se vio penetrar en el mesón, y sobre un fogoso caballo, a un apuesto y aguerrido joven que por su traje dio a conocer ser capitán de las tropas del rey don Pedro, apellidado el Cruel.

Entregó su hermoso alazán para llevarlo a la cuadra y, mientras le preparaban hospedaje, se dirigió a la lumbre, rodeada de otros viajeros, todos de menos calidad, que al verlo se apartaron y descubrieron, demostrando el respeto que les infundía el traje del recién llegado.

En una puerta cercana asomóse, atraída por la curiosidad, una gallarda joven, cuya presencia y modales desmentían ser hija del mesonero, como todos aseguraban. Éste llegó a seguida, y con ademán grosero la intimó a retirarse, pero no tan pronto que el capitán no se hubiese fijado en ella con extraña curiosidad. El capitán sentóse, poniendo a su lado una pequeña maletilla que cuidadosamente guardaba, y se enjugaba el empapado capotillo cuando se le acercó el mesonero preguntándole con la amabilidad posible en aquel rostro y voz de hiena:

- Supongo que desearéis cenar, caballero.

- Cansado en sumo grado me encuentro, pero no me vendría mal alguna magra y un trago de vino, por muy avinagrado que esté el que preparéis a vuestros huéspedes.

- En este mesón, señor capitán, se distingue a las personas según su clase, y así se les trata, pues no todos pueden pagar lo mismo.

- Entonces lo que tú distingues es la bolsa y no al sujeto. Vamos pronto, para retirarme, que temprano he de partir.

- ¿Vais a Sevilla? ¿Tal vez allí os espera el rey?

- Allá voy. Pero eres demasiado curioso, y te advierto que no estoy dispuesto a satisfacer muchas preguntas; con que dile a esa moza que me sirva la cena, y basta de averiguar lo que no te importa.

- Yo mismo os serviré, porque os quiero distinguir entre todos los hospedados en mi mesón. Además, mi hija es tan corta de genio que no acertaría a serviros como merecéis.

- ¿Y por qué tienes así encerrada a una mujer tan hermosa y la tratas con tal despego?

- Señor, cada cual se entiende en su casa. Además, me habéis prohibido haceros preguntas y no dudo me concederéis igual derecho respecto a lo que a mi compete

- Tienes razón. Despacha pronto.

Sirvióle a seguida un pernil de carnero y unos bizcochos que sólo podía masticar una dentadura de veinticinco años, y tras un trago de vino del país, que aún se elaboraba mucho en Córdoba, se puso en pie, preguntando cuál era su cuarto, sin soltar un momento la maletilla, que ya iba excitando la codicia del mesonero.

-Os tengo al corriente el mejor aposento del mesón, al extremo del pasadizo alto, donde no seáis molestado por los demás viajeros ni por el ruido de las caballerías. Yo os guiaré.

El mesonero echó a andar y el capitán lo seguía a corta distancia; mas al pasar por delante de otro cuarto se entreabrió la puerta y vio el rostro de la encantadora joven, que le dijo:

- Caballero, no durmáis, -cerrando a seguida para que no se apercibiesen de lo ocurrido.

La estancia preparada al capitán era por su aspecto, tal vez, la mejor de todo el mesón, mas no por eso pasaba su mueblaje de la cama, cuatro o seis asientillos y una mesa, sobre la cual colocó el posadero la lamparilla, diciendo:

- Si vais a continuar mañana vuestro viaje os llamaré en cuanto amanezca.

Un signo de aprobación fue la respuesta, y todo quedó en silencio.

A pesar del valor tantas veces demostrado en los mayores peligros al lado del rey don Pedro, el capitán permaneció despierto, meditando acerca del aviso de la gallarda joven, cuando era la hija del mesonero, si bien su rostro encantador y sus finos modales parecían desmentirlo.

La noche se prestaba también a desterrar el sueño. El viento y el agua azotaban las puertas de la ventana, y la luz de los relámpagos permitía ver las rejas, convirtiéndolas en extrañas celosías. Abriolas al fin el vendaval y, apagando la luz de la lamparilla, dejó a nuestro apuesto mozo sin la única compañera que le ayudaba a disminuir los mil fantasmas que parecíale ver en el espacio. Mas a poco oyó como abrir una puertecilla; entonces retiróse a un rincón, esgrimiendo la espada, pendiente aún de su cintura. Nada se oía; pero no dudaba del ruido, y sus ojos se dirigían con avidez a todos los rincones, por si a la luz de los relámpagos lograba divisar algún objeto.

Bajo el lecho en que el viajero pensaba hallar el apetecido descanso vio, al fin, la siniestra figura del mesonero, con la cabeza asomada por una trampa que había en el suelo, observando sus movimientos y, sin duda, esperando a que el sueño lo rindiera.

Furioso de ira y coraje tiró un mandoble hacia aquel lugar, y en seguida se arrojó por la ventana a un corralillo, donde se preparó a vender bien cara su vida; mas, casi instantáneamente, se le apareció la hija del posadero envuelta en un manto y, agarrándolo de una mano, le dijo:

- Por aquí, caballero, por aquí; idos y contad al rey lo que pasa en el mesón del Potro-.

El capitán atravesó una pequeña caballeriza, y a seguida encontróse en el patio principal del mesón, donde ya algunos arrieros estaban arreglando sus cabalgaduras para partir y otros se preparaban a sacar sus mercancías al rastro.

- ¡Eh, mesonero!, exclamó fuera de sí. Más a seguida reflexionó que debía obrar con la mayor cautela. No tardó aquel extraño ente en presentarse. Pidióle la cuenta y le mandó traer la maletilla que había dejado en su aposento, en tanto que él preparaba su alazán.

- ¿Por qué habéis dormido tan poco? –preguntó aquella raquítica figura, volviendo y entregando la maleta-.

- No lo sé -contestó el capitán-; preocupado, sin duda, con la urgencia de partir e indispuesto con la pesada cena que me disteis, he pasado la noche soñando, y al fin resolví dejar el lecho donde tan incómodo me encontraba. Tomad vuestro dinero y Dios os dé buena suerte.

Las pesadas puertas del mesón del potro giraron sobre sus pernos, y el capitán salió en dirección a la puerta de Sevilla, por donde emprendió su viaje para aquella entonces corte del rey don Pedro.

Por breves momentos nos trasladamos al Alcázar de Sevilla, donde a los cinco o seis días fue recibido el capitán por Su Alteza, que más como a hermano que como súbdito lo miraba. Dióle cuenta del desempeño de su cometido. Mereció ser aprobado, y después contó cuanto le había ocurrido en Córdoba, siendo oído con marcadas muestras de aprecio y curiosidad. Al cabo, le dijo don Pedro:

- Me parece, capitán, que la hermosa mesonera os hizo perder el seso, y que ésa es la causa principal de tan extraña aventura. Sin embargo, iremos a Córdoba y yo os prometo averiguar la verdad de todo. Os juro que si allí se encierran esos crímenes que sospecháis, el mesonero del Potro ha de ser el escarmiento de todos los de su clase.

Un mes habría pasado de aquella extraña escena cuando Córdoba supo con asombro que el rey don Pedro se encontraba en su Alcázar, sin previo aviso al corregidor. Éste, con los caballeros treces, después veinticuatros, se le presentaron a la mañana siguiente, siendo sorprendidos por la orden del comarca de no separarse de su persona hasta llevar a cabo una diligencia que por sí propio había de evacuar, acompañado de todos. A poco salieron del Alcázar y dirigiéndose hacia el Potro penetraron en el mesón, cuyo dueño se presentó, al parecer tranquilo, hasta que vio al capitán; entonces quedó convulso y aterrado.

Recorrieron todo el edificio, hallaron una trampa o puertezuela bajo el lecho que servía a los viajeros ricos, sacaron a la joven, que se abrazó a los pies del rey pidiéndole venganza, desenterraron infinidad de cadáveres y encontraron cuantiosas alhajas y ropas robadas a los desgraciados que sufrieron la muerte cuando tranquilos y confiados se entregaban al sueño. De uno de ellos era hija la encantadora y desgraciada joven que tanto interesó al capitán.

Una fiera, en sus momentos más rabiosos, no era comparable al rey don Pedro que, agarrando al mesonero del cuello, le hizo salir de un empellón a la mitad de la plaza.

- Y tú corregidor- gritó descompuesto-, ¿tú no sabías esto? ¡Ira de Dios, y aun me llamareis cruel al castigar a ese infame! Pronto, mis verdugos, agarrad a ese reptil, atadle las manos a la reja de su mesón, traed los dos primeros potros que ahí encontráis y amarrándole a ellos los pies, azotadlos para que el empuje lo despedacen.

Un grito de horror sonó en todos los presentes y que don Pedro apagó, exclamando de nuevo:

- Silencio, el que no quiera sufrir la misma suerte.

Momentos después los brazos del mesonero pendían de la reja; el cuerpo había sido arrastrado hacia la calle de Lineros, entonces la Curtiduría.

Don Pedro entregó al capitán como esposa la bella joven, que era nobles y honrada, con todas las riquezas que allí se encontraron, y volviéndose al corregidor y caballeros treces, les dijo estas significativas frases:

- Ya que no sabes ejercer en mi nombre la justicia que te he confiado, he venido en persona a enseñarte tu deber; mas ten entendido que si a hacerlo otra vez me obligas haré recordad en ti al mesonero del Potro."

Y esta es la leyenda del "malvado posadero" .

RAMÍREZ DE ARELLANO Y GUTIÉRREZ, T. (2001): Barrio Sétimo. Barrio de los Santos Nicolás y Eulogio,  Paseos por Córdoba, o sean apuntes para su historia, Tomo I, Diario Córdoba, Córdoba, págs. 351-354.

Cervantes y la Plaza del Potro

Cervantes vive años de su infancia al menos, en la concurrida Plaza del Potro, un hervidero de gentes entre las que tenían especial importancia los tratantes de caballos. En las Caballerizas Reales de Córdoba se trabaja por orden de Felipe II en la producción del caballo español. En Córdoba en ese momento se compran los mejores caballos del mundo. Cervantes lleva en sus recuerdos a esta popular plaza cordobesa, que quedará reflejada hasta en tres pasajes de “Don Quijote de la Mancha”. ¡Veamos cuáles!

Parte 1. CAPÍTULO III. Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo D Quijote en armarse caballero.

(...) El ventero, que como está dicho era un poco socarrón y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando acabó de oir semejantes razones, y por tener que reír aquella noche determinó de seguirle el humor; y así le dijo que andaba muy acertado en lo que deseaba, y que tal prosupuesto era propio y natural de los caballeros tan principales como él parecía y como su gallarda presencia mostraba, y que él ansimismo en los años de su mocedad se había dado á aquel honroso ejercicio andando por diversas partes del mundo buscando sus aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de Riaran, Compas de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de Granada, playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba, y las ventillas de Toledo, y otras diversas partes donde habia ejercitado la ligereza de sus piés y sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas, y engañando á algunos pupilos, y finalmente dándose á conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda España; y que á lo último se habia venido á recoger á aquel su castillo.

Parte 1. CAPÍTULO XVII. Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo D Quijote y su buen escudero Sancho Panza pasaron en la venta que por su mal pensó que era castillo

(...) Quiso la mala suerte del desdichado Sancho que entre la gente que estaba en la venta se hallasen cuatro perailes de Segovia, tres agujeros del potro de Córdoba, y dos vecinos de la heria de Sevilla, gente alegre, bien intencionada, maleante y juguetona, los cuales casi como instigados y movidos de un mismo espíritu se llegaron á Sancho, y apeándole del asno, uno dellos entró por la manta de la cama del huésped, y echándole en ella alzaron los ojos y vieron que el techo era algo mas bajo de lo que habian menester para su obra y determinaron salirse al corral que tenia por limite el cielo, y allí puesto Sancho en mitad de la manta comenzaron á levantarle en alto, y á holgarse con él como con perro por carnestolendas.

Y por último esta que es lo que hoy llamaríamos un microrelato. Es un pequeño y gracioso cuento a modo de presentación da inicio a la segunda parte de las aventuras del hidalgo caballero, y que además es el origen de una famosa frase española: “¿Son galgos o podencos?”

Parte 2. Prólogo al lector

(...) Habia en Córdoba otro loco, que tenia por costumbre de traer encima de la cabeza un pedazo de losa de mármol, ó un canto no muy liviano, y en topando algun perro descuidado, se le ponia junto y á plomo dejaba caer sobre él el peso: amohinábase el perro, y dando ladridos y ahullidos, no paraba en tres calles. Sucedió, pues, que entre los perros que descargó la carga, fue uno un perro de un bonetero á quien queria mucho su dueño. Bajó el canto, dióle en la cabeza, alzó el grito el molido perro, violo y sintiólo su amo, asió de una vara de medir, y salió al loco, y no le dejó hueso sano, y cada palo que le daba, decia, perro ladron, ¿a mi podenco? ¿no viste, cruel, que era podenco mi perro? y repitiéndole el nombre de podenco muchas veces, envió al loco hecho una alheña. Escarmentó el loco y retiróse, y en mas de un mes no salió a la plaza, al cabo del cual tiempo volvió con su invencion y con mas carga. Llegábase donde estaba el perro, y mirándole muy bien de hito en hito, y sin querer ni atreverse á descargar la piedra, decia: este es podenco. ¡guarda! En efecto todos cuantos perros topaba, aunque fuesen alanos, ó gozques, decia que eran podencos, y así no soltó mas el canto. (...)

El Potro de Cervantes... y de Don Quijote, Hotel Viento 10.

La Plaza del Potro en el siglo XVII

La posada del Potro se trata de una posada cuyos orígenes se remontan a los siglos XIII y XIV y que era, lugar de descanso para traficantes de ganado y mercaderes que acudían a la ciudad. Su estructura es la de una vivienda típica del siglo XV, en la que sus habitantes vivían en dependencias que rodeaban a un patio común. En el interior se conservan casi intactos las cuadras, la galería alta con sus barandas, soportes y tejadillo de madera, pequeñas habitaciones y el patio, que se han mantenido intactos casi seiscientos años. Aunque ha perdido dos o tres habitaciones, que fueron englobadas por casas adyacentes.

Fue lugar también de comedias durante los siglos XVI y XVII y frecuentado por don Luis, a pesar de estar vedado a los miembros de la Iglesia. Por ella habrían pasado personajes como Cervantes, Góngora y Quevedo, que la citan en sus obras. Cervantes lo incluye en una curiosa enumeración de espacios relacionados con el hampa:

“...buscando aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de Priarán, Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, La Olivera de Valencia, Rondilla de Granada, playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas de Toledo y otras diversas partes.”

Otro famoso pícaro de nuestra literatura, Estebanillo González, se refiere a esta plaza como una de las facultades donde los de su profesión podían alcanzar el grado de doctores:

“Llegué a Córdoba a confirmarme por Angélico en la calle de la Feria, y a refinarme en el agua de su Potro porque después de haber sido estudiante, paje y soldado, sólo este grado y caravana me faltaba para doctorarme en las leyes de profeso”.

Don Luis de Góngora también alude al lugar en un romance de 1585 para indicar que nadie nacido en El Potro puede ser víctima fácil de un engaño, por lo que las famosas damas pedigüeñas que tanto aparecen en los textos del Siglo de Oro, deberán buscar en otra parte a quien embaucar:

Si las damas de la corte(1)
quieren por dar una mano
dos piezas del toledano,
y del milanés un corte,
mientras no dan otro corte,
busquen otro,
que yo soy nacido en el Potro.

Si por unos ojos bellos,
que se los dio el cielo dados,
quieren ellas más ducados
que tienen pestañas ellos,
alquilen quien quiera vellos,
y busquen otro,
que yo soy nacido en el Potro.

Si un billete(2) cada cual
no hay tomallo ni leello,
mientras no le ven por sello
llevar el cuño real,
damas de condición tal,
buscad otro,
que yo soy nacido en el Potro.

Si a mi demanda y porfía(3),
mostrándose muy honestas,
dan más recias las respuestas
que cañones de crujía,
para tanta artillería
busquen otro,
que yo soy nacido en el Potro.

Si se precian por lo menos
de que duques las recuestan,
y a marqueses sueño cuestan
y a condes muchos serenos,
a servidores tan llenos
huélalos otro,
que yo soy nacido en el Potro.

1. Juego de palabras con la palabra corte: a) Conjunto de personas que acompañan a un rey, príncipe o personaje real. Acompañamiento, comitiva, séquito. b) Trozo de tela u otro material semejante con que se confecciona una *prenda: "Un corte de vestido", en este caso de los valiosos de Milán. c) El autor, probablemente, deje el significado a voluntad del lector.
2. Se alude a la desconfianza e interés material de las damas.
3. Se evoca la dureza de carácter con que las damas tratan a quien las corteja en pro de su honestidad.

HERACLIDAS (2016): Góngora en Córdoba, ruta literaria por la ciudad, Rutas y derrotas, 16 de junio.

Amanecer de otoño

Una larga carretera
entre grises peñascales,
y alguna humilde pradera
donde pacen negros toros. Zarzas, malezas,jarales.

Está la tierra mojada
por las gotas del rocío,
y la alameda dorada,
hacia la curva del río.

Tras los montes de violeta
quebrado el primer albor:
a la espalda la escopeta,
entre sus galgos agudos, caminando un cazador.

Antonio Machado: Campos de Castilla (dedicado a Julio Romero de Torres)

Las mujeres de Romero de Torres

Rico pan de esta carne morena, moldeada
en un aire caricia de suspiro y aroma…
Sirena encantadora y amante fascinada,
los cuellos enarcados, de sierpe o de paloma…

Vuestros nombres, de menta y de ilusión sabemos:
Carmen, Lola, Rosario… Evocación del goce,
Adela… Las Mujeres que todos conocemos,
que todos conocemos ¡y nadie las conoce!

Naranjos, limoneros, jardines, olivares,
lujuria de la tierra, divina y sensual,
que vigila la augusta presencia del ciprés.

En este fondo, esencia de flores y cantares,
os fijó para siempre el pincel inmortal
de nuestro inenarrable Leonardo cordobés.

Manuel Machado: Sevilla y otros poemas, en Antología poética, 1918.

Elegía de Ricardo Molina

Elegía XVII

“Amanece en las calles. Córdoba se despierta.
Ya es de día. Te amo.
Ya van camino del río los areneros
con sus palas, sus asnos.
El invierno se va. La niebla se disuelve
en torno de los álamos.
Crecido viene el río como mi corazón.
Tu recuerdo desborda como el río mi vida,
inundándola toda con sus aguas violentas
donde flotan almiares, animales que aúllan,
negros troncos de árboles y despojos y ruedas.

Oh tú que una mañana -se diría esta misma-
paseaste conmigo, de mi brazo, mirando
los rojos remolinos estrellarse en el puente
que custodia impasible un arcángel de mármol.

Todo era igual. Diríase que no ha cambiado nada.
En San Francisco tocan las campanas a misa.
La Posada del Potro ha abierto ya sus puertas
y hay en el suelo paja que cayó de los carros,
y labriegos, y mulos que beben en la fuente.

Todo es igual. Diríase que no ha cambiado nada.
Amanece y te amo. Aún es Córdoba bella…
Tu casa está cerrada. ¿Me esperas todavía?
¿Duermes, o acaso esperas que llegue hasta tu puerta?

Imposible. Aquel tiempo ya pasó para siempre.
Pero dime que todo es una pesadilla.
Dime que no han pasado los años, amor mío.
Dime que no has dejado de amarme, dulce amiga.”

Ricardo Molina: Elegías de Sandua, 1948

La Plaza del Potro, según Ricardo Molina

La plaza del Potro es, con la de los Dolores, la más interesante de Córdoba; era, como el Zocodover de Toledo, una de las plazas populosas del siglo XVI. Lugar de tráfico de ganado, punto de reunión de arrieros, carreros y campesinos en aquella época, conserva la hermosa fuente del Potro, del siglo XVI, y la ancestral POSADA DEL POTRO, que ya debió de existir en tiempo del Rey Pedro I de Castilla a cuya memoria va unida en una leyenda. Pasado el zaguán amplio y limpio, se extiende un patio rectangular, dominado por un balconaje corrido, de barandas de madera. Las cuadras están en las habitaciones de la derecha del patio, las otras puertas, del ala izquierda, y todas las del primer piso, dan acceso a las habitaciones para viajeros. La continuidad de los huéspedes campesinos en esta posada colabora a mantener la atmósfera tradicional. En un extremo de la plaza se alza un monumento a San Rafael; al fondo, el paisaje de la campiña cereal y la alameda verde plata del río cierran el cuadro de esta plaza singular descrita por Cervantes, en su Don Quijote, como uno de los lugares típicos de su tiempo. Es de admirar en rincones semejantes a éste la gran personalidad, el individualismo, la "voz propia", que les distingue y diferencia, aun a través del tiempo; constituyen la más viva antítesis imaginable con la monotonía urbana imperante en las ciudades modernas y sin tradición. Rincones como éstos son soleras de la ciudad afortunada que los posee y sabe conservarlos. Gracias a ellos, la ciudad mantiene rigurosamente su propia personalidad y su ancestral prestigio. Contiguo a la fachada del Museo de Bellas Artes, verás el pórtico del antiguo Hospital de la Santa Caridad de Nuestro Señor Jesucristo, construido en el siglo XV. En esta fábrica se halla el MUSEO DE BELLAS ARTES, cuya portada, reconstruida a tono con el estilo arquitectónico del edificio, añade belleza al conjunto de la plaza.

Pasemos al Museo y detengámonos un instante en un bello patio de naranjos y arrayanes, adornado con una fuente y hermosas esculturas de clásica belleza. El Museo se subdivide en dos secciones. El Museo de Bellas Artes, propiamente dicho, es muy rico en obras de pintores cordobeses y andaluces, con obras maestras de Pedro de Córdoba, Bartolomé Bermejo; Luis Morales, Valdés Leal, Ribera, Murillo, Zurbarán, Antonio del Castillo, Goya y otros maestros del siglo XIX; es también de notable interés la sala de esculturas con obras de Julio Antonio, Benlliure, Mateo Inurria y Querol.

Complementa a este Museo el dedicado al egregio pintor cordobés Julio Romero de Torres, el más amado y sentido por los cordobeses, que perciben en sus castizos lienzos el latido desnudo del cante, de la guitarra, del paisaje, de la mujer y del alma cordobeses. Su colección de mujeres indígenas es una galería de auténticos retratos con los que se ha captado íntegramente la personalidad y ambiente de la ciudad. En los fondos de sus cuadros y en las predelas de los más monumentales reconocerás numerosos lugares y rincones cordobeses, transfigurados por el pintor y cargados de una poesía que está hecha de amarga melancolía, de densa nostalgia y delicado amor a su ciudad natal. La musa popular rinde incesante homenaje al pintor de Córdoba: "... aquel pintor con aire / de gran torero..."

 En Julio Romero de Torres ama Córdoba sus tradiciones y aquel "señorío flamenco" que, aunque atenuado, aún se conserva en los cordobeses de "pura cepa".

Ricardo Molina (1953): Córdoba, Editorial Noguer, Barcelona, págs. 20-21.

Fuente del Potro

Desde el frio torrente, con la frescura virgen de las entrañas, 
a los juegos que el surtidor le dicta.
Fuente del Potro lo han llamado,
aunque más se asemeja a una asustada corza.
Cuando el bullir humano corea su silencio, escaparse quisiera,
saltar la tapia de algún huerto, cuyo perfume a toronjil le acerca el aire.

Sólo en la luna nueva
viejos senderos de los suyos vuelven
a enredarle el soñar.

Potros de pura sangre, con las crines al vuelo,
cruzan con su galope Córdoba la llana
para seguir Guadalquivir abajo, a retozar por su orillas.

Indómito potrillo, liberarte deseas,
huir fogosamente como de un bosque en llamas,
recorrer la campiña,
dormir plácidamente bajo las madroñeras,
triscar alfalfa y trébol, aún con el rocío temblándose en las hojas.

Cuando el alba se anuncia,
sobre el pilón recreos tu estática belleza,
ansiado los luceros de su fondo
o la calmosa luna que, con tijera rauda,
los cristales del agua cortar consigue a veces.

Sobre labrada piedra salpica la frescura de las gotas,
esas que las palomas acarician con paciente zureo
o en repentino vuelo en el pico se llevan.

Fuente para las noches con pálpitos de tórtolas y ardorosos deseos
pulsando crótalos sonoros,
besándole las plantas al arrayán dormido.

Este es tu mundo ahora,
cáliz de limpia agua, renovada y cautiva,
mensajera del bosque, donde,
deshilvanando historias,
la libertad primera añorando sigues.
Como encallados barcos, tus mañanas, tus noches;
tu juventud sin tiempo ya monumentado sólo.

Concha Lagos, en LÓPEZ, M.; POVEDANO, A. (1986): Fuentes de Córdoba, Acheloos, Córdoba, págs. 94.

El Medallón de Romero

Conchita Triana de Julio Romero de Torres. Óleo sobre lienzo. 105 x 85 cm., Museo Julio Romero de Torres, Córdoba, 1924

Primero

  • Algo le pasa a la Chiqui, Doña Concha. Ha cambiado tanto que la conozco. Le hablas y es como si no estuviera. Siempre está en otra parte, soñando, en su mundo. Estás con ella pero ella no está.
  • Chiqui siempre ha sido soñadora, ya sabes cómo vuela su imaginación.
  • Ya pero no; no es la misma.
  • Estate tranquilo, Julio. Os casáis dentro de tres semanas, es normal.
  • En la pedida de mano sus ojos brillaban como perlas, seguían a los míos nada más verme. Incluso canturreaba como un canario a todas horas en casa. Pero desde hace dos meses todo es distinto. Se ha vuelto fría, distante, esquiva. No es ella.
  • Son los preparativos de la boda, el ajuar... los nervios están afectando a Teresa más de la cuenta.
  • Me gustaría que fuera eso, pero un sexto sentido me dice otra cosa.
  • Y qué te dice ese sexto sentido tuyo?
  • Que hay algo más.... y tiene que ser algo fuerte, muy gordo…
  • Algo gordo...?
  • Si, Dª Concha. Creo que hay otro...
  • No seas tonto, Julio! Cómo va a haber otro hombre? Teresa no tiene ojitos para nadie que no seas tú.
  • Desde fuera, las cosas parecen de otra manera. Usted no lo ve, pero esto huele muy raro.
  • ¡Quítate esa idea de la cabeza! Sois novios desde críos, os he visto jugar y crecer, siempre juntos. Eres el mejor pretendiente que pueda haber.
  • Pues yo creo que hay otro. Es un presentimiento que me mata. Eso sí. como haya otro me encuentra... Luego, Dios dirá...
  • ¡Calla, calla, loco! Que el diablo está suelto ¡Guarda esa faca!
  • Cuando se apuesta verdaderamente por la vida, uno no puede abandonarse a tercerías. La justicia divina no existe, y la justicia humana la controlan los poderosos, por tanto en estos casos no hay más remedio que actuar.
  • La urgencia de los enamorados rompe límites, para bien y para mal. Vete tranquilo, Julio, date un paseo por las Tendillas y bebe unos medios con los amigos. Airea esa cabeza y verás que el tiempo pone las cosas en su sitio. Eso sí: la faca ni tocarla ni mentarla.
Ángeles y Fuensanta, Óleo y temple sobre lienzo. 99 x 119 cm., Museo Julio Romero de Torres de Córdoba, 1909.

Segundo

  • Llegas otra vez tarde, Ángeles.
  • Ya, Fuensanta, me quedé ayudando al párroco tras la misa.
  • Otra vez... tanto tiempo...? Don Bernardo se aprovecha de ti y tú eres un pedazo pan, pero está bien, se te ve bien, feliz.
  • Yo soy un ser feliz, hermana.
  • Angelines: sé muy bien lo que digo. Ahora sí eres feliz, antes no. Antes, beata y boba, como yo, ojos tristes. Pero de pronto rompes el luto de padre, vinieron los adornos y los trajes bordados con encajes, y de seguido empezaste a no parar en casa.
  • No pena más quien apena a todas horas, Fuensanta. Esto lo he hablado mucho con Don Bernardo.
  • Oye, oye, no te equivoques, no estoy reprendiéndote, al contrario. Antes, tu sonrisa no era auténtica, solo era apariencia, labios afuera. Ahora ríes, tus facciones han cambiado; por primera vez proyectas cosas, y me alegro que sea así.
  • Tú también deberías salir, Fuensanta. El luto acaba ennegreciéndote dentro si se pone más de la cuenta.
  • Es muy cierto, pero yo me refiero al único lenguaje auténtico: el de la mirada. Ahora, tu blanco brilla, y el iris también en él. No sé cuál de los dos tira más, si el uno o el otro, pero da igual, Yo te quiero, Ángeles, y viéndote así no me importa de dónde viene tu bienestar. Por cierto que has arreglado el medallón de plata...
  • Si hermana, era una tontería. Se había despegado mi retrato de la placa. La llevé al estudio del pintor, no fuera que yo misma lo rompiera. Ha quedado como nuevo.
  • Es un medallón precioso, y vale mucho, sobre todo por lo que representa.
  • Gran verdad. Padre era un ser espléndido y generoso, en alma y en acciones; sabía hacer buenos regalos.
  • Por eso me complace que hayas arreglado el medallón y que vuelvas a ponértelo. Te va divino con el traje blanco que llevas. Estás elegante y bonita. Da un toque de distinción y de clase.

Francisco Alemán, en  ALEMÁN PÁEZ, F, dir. (2015): Guía literaria de Córdoba, UCOPress, págs. 80-81.

Museo de Julio Romero de Torres

Se acuna en las nanas de agua de la Fuente del Potro, escaparate y caja de resonancia de todos los murmullos de Córdoba desde 1577. Aquí encontraron cobijo e inspiración escritores y guitarristas universales, como Miguel de Cervantes o Paco Peña, y toda una saga de pintores que dieron nombre y sentido al museo.

Entrada del Museo de Julio Romero de Torres. Córdoba

El latir la plaza fue de muleros, caballeros andantes y mesoneras en torno a la posada, desde tiempos de Alonso Quijano, y de mujeres con cántaros al cuadril alrededor de la fuente y su caña, hasta tiempos muy recientes. En ella se puso la primera piedra del Hospital de la Caridad, un año después de la llegada de Colón a “las Indias” y en 1862 el Museo Provincial de Bellas Artes, auspiciado por Rafael Romero Barros, el renacentista de Moguer con quien tanto quiso el patrimonio local. Conserva la antigua capilla, con las pinturas de su hijo Rafael, el pequeño pórtico de acceso y la escalera de artesonado mudéjar. La impronta de los últimos andalusíes aparece igualmente en el patio romántico e íntimo que sirve de antesala al museo, a la vivienda familiar de los Romero de Torres y a las dos plantas que dan cobijo a una buena parte de la obra de Julio.

En el patio siguen los naranjos que dieron sombra a los consejos del gran pintor onubense, e inspiración a sus irrepetibles recurrentes bodegones. Rafael tiene busto en ese pórtico del museo, junto a un retrato romano y otro del egabrense Juan Valera.

El camino que Romero Barros inicia en Moguer confluyó en este recinto con el de la sevillana Rosario Torres, madre de sus ocho hijos. El pequeño patio familiar es un jardín plagado de luz y recuerdos de grandes figuras, y el pórtico de entrada que comparten los dos museos. Este, de Bellas Artes, alzó sus muros como hospital allá por el siglo XV bajo los auspicios de los Reyes Católicos, y fue ocupado por el museo en 1862.

Frente al Museo de Bellas Artes aparece el dedicado al más popular de los hijos de Rafael Romero y Rosario Torres, Julio. Inaugurado un año después de su muerte, acaecida en mayo de 1930, contiene el mayor y más interesante fondo de obras del pintor.

Habitan el museo el dolor y el costumbrismo de Mira qué bonita era o La conciencia tranquila; el desgarro de las Vividoras del amor o Mujeres en la calle, o el azul cálido de su etapa romántica, para acabar definitivamente en la copla andaluza con sus celos, arrebatos, amores sagrados y profanos; la guitarra, la sangre, la “puñalá” del flamenco, la redención de las mantillas y las rosas del pecado. Todo el tormento y la grandeza del folclore andaluz en el rostro de Amalia Solano, la gitana que pidió para él una mañana de mayo sentado el Mercantil. Veinte cuadros de Amalia, su biografía, la niña de la Ribera que con 16 años por vez primera por 10 reales. La misma que asoma su rostro años después asoma su rostro años después, y en segundo plano, en Celos.

Se diría que el pintor sigue respirando aún el majestuoso talento del padre para dejar en el museo un sello inconfundible de sensualidad, sentimiento y pasión. El pintor de los pañuelos blancos salpicados de pétalos rojos; el de los cuerpos yertos y las pieles transparentes. El de los bordados de oro y seda, el de los capotes, la muerte y la vida, siempre con Córdoba de fondo.

Matilde Cabello, en  ALEMÁN PÁEZ, F, dir. (2015): Guía literaria de Córdoba, UCOPress, págs. 164-165.

PROPUESTA FINAL. 8

En este apartado, efectuaremos una selección de poemas enfocada al objetivo de crear un itinerario interior (paisaje interno del individuo contemporáneo cordobés), un “paseo” que transite en paralelo y que complemente –en múltiples direcciones- la experiencia estética que la misma ciudad proporciona. Responda a las cuestiones libremente pensando: 

MEMORIA (LA CAMPANA) HISTÓRICA

Atraviesa mi abuela
campos abandonados
por la guerra. Cruza
las sementeras desiertas con su hijo
a cuestas. Los campos, cobijo del miedo,
mi abuela con su hijo a cuestas.
Campo a través, mi abuela,
con hambre y el fusil.
Esperando a los bárbaros.
bárbaros en España, abuela.
Atraviesa el campo abandonado,
sin satélites, portátil, ni GPS, mi abuela.
Los campos entregados al enemigo.
Cunetas va dejando detrás,
atrás a la guerra.
paseando en las cunetas atrás
llenan las sementeras. Bajo 
la arena los paseados sin destino ni futuro,
sin frontera.
Mi abuela, sin portátil, sin comida, ni GPS,
huye a pie hacia La Campana,
mi abuela, con su hijo en brazos, mi abuela.
Dejó atrás el recuerdo de La Campana
y la señal en la autovía que me anuncia:
mi abuela, La Campana, mi abuela.

Balbina Prior: Timos de la edad desnuda. Ed. Sial/Fugger. 2008

  • ¿Qué has sentido al leer el poema?

  • ¿Cómo vincularías ese texto con el paisaje que estás observando?

  • ¿Sabes que son los paisajes interiores?