Tu letra, oh Sur clavada sobre la cal blanca de las espadañas
junto a la bota de un férreo arcángel enmohecido,
tu letra bajo el paralelo 38 con una aguda flecha cortante
desde las torres de Córdoba a la azul espuma de Cnosos,
faja de plata y oro en el triunfal pecho del mundo,
mar donde los delfines juegan o desierto donde los esqueletos brillan,
verde y amarilla bandera desplegadas hasta las palmeras de Tombuctú;
dos mares de agua y arena por el mismo sol cauterizados,
sol que chorrea su oro sobre los limoneros y naranjales de Tarsis,
blanco como un cuchillo de plata para herir la gruta en sombra de las higueras espesas,
sol del Sur, gladiador entre el agudo acero de los setos,
donde las moreras deshacen la esmeralda densa y dulce de su sangre,
y las vides salvajes retuercen el estéril himeneo sin fruto de sus pámpanos.
Tu nombre, oh Sur, en los fustes inmóviles o en las rotas cariátides del Olimpo,
en la altiva pereza de las veletas donde las campanas gritan su nupcial exhalación de alegría,
Sur, inmenso Sur, con el mismo rostro en los huertos del Hedjaz
donde el agua es como una muchacha a quien cuida un amante
donde cada gota es como una moneda de oro que el avaro guarda en su cántaro de barro.
El mismo en los jardines de Granada donde sólo se oye la líquida voz de las fuentes,
en los parques de Sevilla entre cuyas sombras crece el hormigueo burbujeante del sol,
y más allá, en la tentación desnuda del seno azul y lechoso de Nápoles,
en el que las sirenas y las estatuas yacen sepultadas bajo el abrazo verde de las algas,
donde no hay brumas ni tristezas y aún los cementerios son blancos;
rostro del Sur cuyo color es el de un brazo desnudo
que recoge conchas entre la espuma y la cal cegadora,
moreno como la entera desnudez de los pequeños pastores
que se bañan cuando no suena sino una insondable vibración del silencio,
en la siesta sin límites, cuando el oído escucha el rumor de la vida en la caracola infinita del espacio
sobre el mar y el desierto; entre los olivos y los naranjales el canto estival de la chicharra
como el ruido de una sangre que hierve a borbotones: sangre del Sur,
mosto que cuece su embriaguez de luz y de oro;
sangre de los hombres del Sur, sin cualquier sombra en sus almas
ni otro paraíso que este de la tierra caliente donde maduran los frutos,
la melada aspereza de los dátiles, las higueras y las granadas escarlata,
donde crece y madura también el más maravilloso fruto de la tierra,
el fruto moreno y tostado de los hombres, de las mujeres y de los niños,
de los seres del Sur, como estatuas de húmeda arcilla dorada
que empapa el soplo seco del levante o la brasa viva del Simún;
y que como palmeras al mediodía no tienen sombra en sus almas,
sino una aspiración profunda para llenar sus pulmones de la densa voluptuosidad de la tierra,
de la brisa de sus montañas, de sus mares o de sus ciudades sin tiempo,
fundidos con la alegría de las terrazas blancas o de las cúpulas de oro,
almas sin sombra, sonrientes de cualquier metafísica sin perfume,
porque no hay ningún deseo que no puedan satisfacer aquí abajo,
en el huerto inmenso, en el paraíso del Sur, donde los ríos para la sed son setenta veces siete.
Juan Bernier, Revista Cántico, nº 1, 1.ª época, octubre 1947, pp. 6-7